Editorial (Revista Latinoamericana de Estudios Educativos (México). Volumen L, números 3)

Abstract

La educación superior se ha expandido notablemente en todo el mundo. El crecimiento reciente ha sido vertiginoso. El siglo pasado cerró con una matrícula universitaria de 100 millones de estudiantes y en casi dos décadas del siglo XXI esta población llegó a 223 millones (UNESCO Institute for Statistics, 2020). Actualmente, la masificación (según Martin Trow, una cobertura entre 30 y 50%) y la universalización (más de 50%) son realidad en una gran cantidad de países. 1 La expansión permitió que jóvenes provenientes de sectores sociales desfavorecidos, tradicionalmente excluidos (por su bajo nivel socioeconómico, su origen étnico o su sexo) ganaran una mayor presencia en las instituciones de educación superior en diversas latitudes, incluso en regiones con pronunciadas desigualdades sociales (Balbachevsky et al., 2019; Chiroleu, 2014; Goastellec y Välimaa, 2019; Zembylas, 2018). Es preciso reconocer este importante logro. Sin embargo, cabe preguntar la medida en la cual la distribución de esas oportunidades educativas ha sido justa y ha permitido disminuir brechas de desigualdad en el ejercicio del derecho a la educación.